En la Antesala Al Portal Oscuro

El sabor de la libertad

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El Hobgoblin Guard por Rhineville, lo extraje de rhineville.deviantart.com https://www.pinterest.com/source/rhineville.deviantart.com/ Esta ilustración, y una discusión Vladimir Vásquez sobre la evolución en los mundos de fantasía inspiró este relato.

(El relato que presento a continuación es con el que participé en la versión más reciente del Concurso de Ciencia Ficción y Fantasía Solsticio 2017. Esta vez no llegué a ningún lado, pero de eso se tratan los concursos de participar, impulsar y mejorarse.  Pero también es una gran oportunidad para un relato en este blog)

«Al hablar de destrucción de fuerzas enemigas hemos de observar que nada nos obliga a limitar este concepto simplemente a las fuerzas físicas, sino que por el contrario, deben comprenderse en ellas, necesariamente, las morales.»

De la Guerra, Carl Von Clausewitz

 

Un jirón de niebla reptaba con inusitada rapidez por la tierra de nadie. Ese espacio existente entre dos fuerzas en pugna estaba robando toda la atención del General Harlbald. El trasgo, epitome de su especie, posaba fijamente su fieros ojos dorados, cual águila observando su presa, mientras suspiraba una y otra vez. En otro ser vivo aquella actitud habría sido interpretada como melancolía, pero Harlbald no era un ser cualquiera. Era un señor de la guerra, un trasgo de piel broncínea, cabellos negros como la noche sin luna, cara triangular y un entrecejo profundo que lo emparentaba con los temibles felinos del sur, amos de las sabanas.  Un pueblo que había surgido del crisol de la naturaleza, despiadada y sabia, para dedicarse a la cacería y a la vida marcial, o eso siempre le habían hecho creer. Aquellos suspiros eran su forma de lidiar con el vacío que sentía en la boca del estómago.

—Todo está listo, mi general— Harlbald giró sus picudas orejas para hacer frente a quien le hablaba. Un humano habría pensado que ambas criaturas eran hermanos, hasta idénticos, pero para los hombres, en su presunción todos los tragos eran iguales. No mudo el ceño del temible comandante.

—Me parece bien, capitán Nergore —Su voz resonó con fuerza. Volvió a fijar la vista en el campo, y esta vez la niebla se había corrido  como una cortina dejando al descubierto los ejércitos adversarios. El vacío se amplió de forma significativa, llevaba décadas luchando, pero esta era la primera vez que sentía tanto miedo, ¿Sería porque había tanto en juego?

—El Ave de Fuego de Salvatera— comentó Nergore con cierto desdén.

—Y el oso de Weismarca, el grajo de Ravena, el toro de Forzi, el águila  de Hervetica,  el jabalí de Avancia, y el leviatán de Wattira— replicó alguien a la derecha de Harlbald.

—Grumbash, tan oportunamente pontificador.

—Siempre, hermano mío— El aludido sonrió.

—Esto no es un juego, caballeros— replicó Harlbald consciente del derrotero que tomaría esa conversación. También estaba al tanto de las emociones que movía a ese par, especialmente a Grumbash, quien mientras más nervioso estaba, mas bromista se volvía.

—“La guerra siempre es un asunto serio, que sea siempre tu última carta”.

—Escipión de Attumbia, Memoria de una espada cansada. Está en el prologo, repetido a su vez en los capítulos que son números primos de alguna u otra forma— Nergore bufó ante la respuesta de su hermano de armas—. Espero no estés dudando mi señor  —Continuó este ignorando el resoplido—, no cuando hay tanto en juego. Esta es una lucha por la libertad, por nuestra supervivencia.

—Ya alguien me dijo eso mismo una vez— replicó Harlbald, esta vez, con un gran carga de melancolía.

***

            Cruzó por el pandemonio desatado en el patio central de aquella fortaleza, no miró a los lados y los soldados que lo acompañaban tampoco lo hicieron. Les había exigido disciplina y entereza, pues ellos tenían una tarea más importante que realizar, ya se dedicarían al saqueo luego, de todas formas su paga estaba asegurada. Con aquellas ideas en mente, aquel pequeño grupo de hombres y trasgo se internó por los lóbregos pasillos de lo que fuera unos de los palacetes más fastuosos de toda la península Godara.

—Habéis dignado a llegar —Les increpó un hombre vestido en una armadura completa, muy recargada y cubierta de pan de oro, con muchos detalles que hacían referencia al ave de fuego —pero, al menos has llegado a tiempo, mi fiel Harlbald— El hombre levantó la visera de su yelmo dejado al descubierto un rostro apuesto, de nívea piel, áureos cabellos y gélidos ojos azules.

—Me tomó un tiempo reunir a los mejores…

— ¡Sin excusas! —Se bajó la visera y desenvainó su espada— vamos, la Libertad y la Justicia no esperan por nadie— Su voz, sonó profunda, como surgida desde el abismo gracias a la visera del yelmo. Con la rapidez del céfiro el hombre se puso en marcha como si lo que llevara encima fuese ropa de seda.   

Seguirle el ritmo a su señor no fue difícil, en poco tiempo sus hombres se habían adelantado y le escudaban. Apenas si encontraron resistencia durante el camino, los hombre de Brigthwood se encontraban, en su mayoría, enzarzados en la defensa de la plaza fuerte, y algunos tratando de huir. Los pocos que se encontraban en aquella región del palacio formaban parte de la guardia personal del hombre que venían a matar: el Rey Alfredo IX de Brigthwood, Gran rey del norte, heredero del Imperio de Brightwood y legítimo Archi Duque de la península Godara.

Lo hallaron en una sala de banquete, oculto tras un gran tapiz, rodeado por su guardia pretoriana, que portaban armaduras completas. Para Harlbald fue toda una sorpresa el aspecto del Rey, porque de acuerdo a los cotilleos de las damas de la corte, los suspiros de las cortesanas y las campesinas, se imaginaba a un rey como un ente sobrenatural con un halo similar al sol, y la apostura de un Dios. En vez de ello, se encontró con un humano escuálido, con una piel pálida de aspecto ceroso, lacios cabellos grasientos, unos ojos verde esmeralda, saltones y una prominente nariz. A diferencia de Adonis Magno, su señor, el rey no vestía armadura alguna, lo único que lo protegía era la sencilla corona de oro que encumbraba su testa.  

—Ha llegado tu día, Oh, Tirano, tú, salvaje norteño… Alfredo de Brightwood —soltó Adonis con la  grandilocuencia que lo caracterizaba.

— ¿Quién sois vos? —Ira, duda y miedo mezclaron en la voz del soberano norteño.

—Adonis Magno, Gran Barón de Salvatera, y adalid de la Liga Godara. Un hombre libre que viene a poner un coto a la tiranía.

—Un rebelde dirás.

—Nada que ver, tu pelafustán. No tenéis derecho alguno sobre estas tierras.

—Eran parte del Gran Imperio del cual soy heredero…

—Vos y los vuestros habéis perdido todo derecho sobre esta tierra, puesto que cuando la Gran Madre vomitó de su seno a los intraterrenos, vosotros estabais al otro lado de aquella cordillera, cebándoos y sonriendo, haciéndoos de la vista gorda.

Harlbald recordaba los relatos de aquella época, cuando las  montañas estallaron y de ellas surgieron hordas de criaturas parecidas a los humanos, pero de menores tamaños y más robustos. Enanos y gnomos los llamaron, y a los mismos les capitaneaba una raza de seres pálidos y enfermizos que identificaron como elfos. Aquel entonces todos los pueblos se aliaron, y con mucha sangre y sudor, lograron devolverlos al infierno de donde salieron. Aquello había coincidido con el advenimiento de su pueblo y su alianza con los hombres.

— ¡Falacias!— gritó el rey harto de aquella discusión— ¡Atacad! — ordenó a sus hombres, e inmediatamente estos pasaron a la acción.

La guardia del rey resultó ser un hueso duro de roer. Un reto que exacerbó el espíritu marcial de Harlbald, y le permitió poner a prueba las nuevas técnicas de esgrimas. Al cabo de un rato, estas comenzaron a retroceder, y al poco tiempo cayeron como arboles arrastrados por un vendaval.

Alfredo, al ver a sus hombre fenecer, cayó al suelo aullando y llorando. El trasgo observó como de sus ojos manaban ríos de lágrimas, y burbujas de moco decoraban su prominente nariz.

—La fortuna me ha dado la razón. Soy mejor hombre que tú. Un hombre libre y consciente de su deber— clamó Adonis mientras que con espada y en mano avanzaba hacia un Alfredo que aullaba cada vez más y rogaba por su vida. El Barón ignoró sus ruegos y con una rápida estocada acabó con su vida.  Acto seguido solicitó a sus hombres que decapitaran al cadáver, pues pondría la regia cabeza en una pica y le mostraría al mundo hasta donde estaba dispuesto a llegar un hombre en aras de la libertad.

***

—Son demasiado parsimoniosos para mi gusto— soltó Nergore mientras veía como los señores de la liga se acercaban a ellos con sus estandartes en alto ondeando al viento.

—Es una táctica odiosa, pero efectiva… siempre hay que poner a prueba la paciencia del adversario— apuntó Grumbash levantando la visera de su yelmo.

Harlbald levantó la vista y observó su estandarte, dos manos negras rompiendo unos grilletes y cadenas carmín. Le pareció humilde, comparado con las aves, bestias y monstruos con los cuales se identificaban los humanos. El sonido de los corceles llamó su atención, los siete adversarios estaban allí. Uno de ellos se adelantó con una actitud hostil y comenzó a dar vueltas a su alrededor provocándolos, lanzó insultos y palabras que agriaron el gesto de Nergore y le robaban sonrisas a Grumbash.  Por su parte, el se limitó a ignorarle y centrar su vista en el caballero del centro.

—Humilde pero significativo —Adonis levantó su visera, y Harlbald sintió como el estomago le daba un vuelco, hizo falta mucha entereza para mantener su pose estoica— siempre sospeche que eras tú. Pensé que habías muerto en la revuelta. Me alegra ver que no.

—Declarad vuestras intenciones —soltó el trasgo, esforzándose para que su voz no se le quebrara o delatara que estaba siendo presa de cierto miedo. “Es mucho lo que hay en juego” resonaba con fuerza una y otra vez en su cabeza— presentad vuestra oferta.

—No negocio con basurillas— rugió el caballero que los rodeaba—. Giacomo de Forzi no ruega.

—Por suerte no eres la cabeza de esta liga— La meliflua voz de una mujer humana resonó. En ella había un evidente deje de desdén—, mí señor hablad pronto, antes de que esto termine en un baño de sangre.

—Sí, mi adorada Arabena.  Escipio, el escenario es vuestro.

El aludido se adelantó y levantó su visera, su armadura a diferencia del resto era más sencilla, y solo tenía un decorado el gran leviatán en su cimera. El monstruo marino que destruía barcos y que cuando se movía era indetenible.

—He aquí los términos que la Liga de Godara os ofrece, vosotros trasgos ladinos y cimarrones: dejareis de lado la idea constituiros en un pueblo y abandonarais la baronía de Kavona, que habéis invadido sin consentimiento. Dispersareis a vuestras fuerzas y deportaras a los trasgos a las ciudades donde son originarios y donde enfrentaran un juicio justo y la pena correspondiente por su deserción. Entregareis, como reparo todo el oro, plata, gemas y bienes que tengáis en vuestras arcas sin importar si fueron conseguidos por medios ilícitos. Vuestro líder, se pondrá en las manos de nuestro egregio líder, y presentara disculpas públicas a todos los pueblos de la península y desalentara a cualquier trasgo, kobold y no humano a repetir esta aventura, luego se quitara la vida y así lavara la afrenta que causó.

—Si os place también nos bajaremos los calzones, les pelaremos el culo y nos pondremos en fila para que nos violen hasta morir— agregó Grumbash con una gran risotada, que no fue coreada por sus compañeros. La fiera mirada de Harlbald lo hizo callar. “No demuestren que sus exigencias te afectaron de cierta forma” le dijo con la vista, y esperó que lo hubiese captado.

—No, mí señor. Tengo…

—Tengo una mejor oferta— Adonis adelantó unos pasos, su rostro no reflejaba emoción alguna, pero en sus ojos se reflejaba una suerte de fuego maligno, furioso, pero sobre todo visionario— me gusta lo que has hecho con tus fuerzas y tu ciudad. Dejaré que está viva, que exista… pero jurareis vasallaje a la liga, pagareis una indemnización en oro por la propiedad robada, y cada año enviareis una brigada de trasgos bien entrenada a cada una de las ciudades.

—¡Grande mí Señor!— soltó Arabena con admiración y el brillo de la lujuria en sus ojos— hacer de esa pocilga un gran cuartel. Estaríamos siempre prestos para detener cualquier aventura de los norteños.

—Yo tengo una mejor oferta, si me disculpan— carraspeó Nergore para aclararse la voz— regresareis por donde viniste, y no volverán a traspasar la frontera que marcamos con aquellos mojones tallados en forma de guerreros trasgos que debiste de haber pasado hace días. Pagareis todos, las reparaciones por las granjas y sus sembradíos que seguro quemaron. También daréis paso libre y seguro a todo trasgo, kobold, no humano y hombre, si así lo indicasen, que deseen radicarse en Kavona. Desistiréis de seguir traficando con cualquier ser pensante. Y a cambio, abriremos rutas de comercio con quienes estén dispuestos a comercial con nosotros. Tal como Ravena y Weismarca ya hicieron con nosotros.

—Solo querían cueros, pieles, orines de hombre y mierda de vaca —comentaron los representantes de aquella ciudad, con un tono que dejaba entrever que no les pareció ilógico negociar con los trasgos— además que pagaron muy bien.

—Por último, nos comprometemos a asistir a la Liga cuando cualquier peligro, sea intraterreno o norteño, amenace a nuestra hermosa península.

— ¡NO! No sois nuestros iguales. Los trasgos no negocian —la ira en la voz de Adonis era evidente, a medida que comenzaba hablar aumentó el tono de voz, y ese brillo en los ojos dejaba de ser una tenue luz para volverse una pira. Una donde esperaba consumir a los trasgos—, no tenéis derecho sobre estas tierras. Sois extranjeros, una raza vil a la que le dimos comida, techo y la educamos…. Como a los perros, y los perros no se sientan a la mesa del señor, no negocian. Obedecen y, si no, se les disciplina con una buena patada.

—Nacimos en esta tierra —comenzó Harlbald sin dejar que su frustración fuese percibida. A pesar de ello, estaba temblando dentro de la armadura. El corazón le latía con fuerza— luchamos por ella, dimos nuestra sangre. Somos seres libres.

—No, no, no…

—Luchamos por vosotros, en nombre de la libertad…

—La tenías…

— ¡Segregados en vuestras ciudades! —Estalló el trasgo—, siendo menos. Encerrados en guetos, viendo como nuestros jóvenes formaban familias pronto y se multiplicaban por obligación, para luego ir a la guerra por vosotros. Morir con honor como guerreros, pero viviendo como pordioseros. Nuestras mujeres siendo menos que las vuestras, dedicadas a parir y a la manufactura, viendo como sus padres, hijos y maridos eran devorados por la guerra. Sin risas, sin dioses propios, fe, sin cultura más que la propia. ¿Techo? ¿Cultura? ¿Educación? Nada de eso, pena y condena. Muerte nos disteis… y lo peor, nos hicisteis pelear por la libertad y la justicia. No puedes hacer que un hombre o trasgo mueran en nombre de esas mieles y no anhelen probar un poco —la voz de Harlbald resonaban por el campo de batalla, y era tan fuerte que obligó a los barones a retroceder. El temor cedió paso a un fuego, que  se había prendido en sus riñones y que se desplazaba a gran velocidad y con mucha voracidad por el cuerpo—. Tengo sed de justicia y hambre de libertad. Y hoy saciare mis deseos, ya sea alcanzando la paz por la palabra, o sobre vuestros cadáveres. ¿Qué decís?

—No —La frialdad en la voz del Barón de Salvatera era evidente, y la hoguera de la locura se desató en sus ojos.

—Entonces que así sea… hoy viviré o moriré, como un trasgo libre.

***

Salvatera ardía por los cuatro costados y Adonis apenas podía hacer algo más que mirar. Sus calles eran un hervidero de caos y gritos, donde sus fuerzas apenas podían dar abasto a la aquella inesperada revuelta. ¿Quién la habría propiciado? Seguro el Barón de Bregobid, o Escipio de Wattira, tal vez  ¿Giacomo de Forzi? No, él carecía de la inteligencia necesaria. Arabena, seguro la baronesa de Hervetica; aunque ella lo deseaba, lo percibía en sus ojos cada vez que la veía.

La puerta de su habitación se abrió de par en par, y el dejó la ventana para encarar al atrevido.

—Mí señor…

— ¿Quiénes son los atacantes? —interrumpió al atrevido guardia, tratando de controlar el estremecimiento que amenazaba con apoderarse de su ser.  

—Los trasgos, se han rebelado.

— ¿Harlbald? Nunca, nunca —Si algo caracterizaba a aquellas mierdillas no-humanas era su lealtad, una que ponía en ridículo a los perros. Adonis no podía creerlo, inhaló y exhaló calmadamente para que sus piernas no cedieran a la tentación de arrojarle contra el suelo.

—Sí, y se dirigen a sus aposentos. Prepárese, saldremos de aquí.

— ¡Dejar mi ciudad! ¡Huir antes esas mierdillas! ¡Has perdido la razón! —Rugió Adonis, cada vez más furioso a medida que la sangre le subía a la cabeza— Venid, ayudadme a ponerme la armadura.

Cuando los trasgos llegaron lo encontraron presto para el combate. No se había puesto la armadura completa, solo una celada, el peto con gola,  fardaje y escarcela. Los brazos protegidos con hombreras, guantelete y manopla.  Su espada presta y en posición, lista para derramar la sangre de aquellos traidores.

Los hombres que lo protegían también estaban armados de forma similar. Listos, sin duda, pero menos dispuestos. Estaba consciente de que el temor medraba entre ellos, al fin y al cabo, a diferencia de los trasgos, ellos no fueron criados para la guerra.

—Vuestra hora ha llegado, mí señor —soltó el líder de aquellos trasgos, uno que no reconoció. Miró con calma a cada uno y se percató que Harlbald no estaba entre ellos.

— ¿Dónde está vuestro Capitán?

—Muerto, seguro. Pues a diferencia de vos, siempre está dando el ejemplo a sus hombres.

—El Siempre Brillante lo tenga en el infierno más ardiente, por morder la mano que le dio de comer. Verá, capitán que yo no soy igual que Alfredo de Brightwood.

—Lo sé, estuve allí. Y, doy gracia por ello—. Hizo un gesto a sus hombres de que atacaran — ¡Por la libertad!

El acero, que otrora estuviese del mismo lado, chocó con fuerza, compelido por la inusitada furia que movía a hombres y trasgos por igual. Aquellas fuerzas estaban igual de formadas, muchos habían compartido hogueras, comidas, catres y luchado hombro con hombro; pero aquel día era diferente. Para los trasgos era una cuestión de supervivencia, una relación que comenzaba a rayar en lo existencial, mientras que para los humanos era la reivindicación de su Estado. Aun así, la pelea se tornaba favorable para los primero, pues las dudas aquejaban las mentes de los hombres, quienes tenían a los trasgos por los guerreros definitivos.

Consciente de los miedos que aquejaban a sus hombres, Adonis Magno se empeñó con ahínco. No podía, no debía dejar que se salieran con la suya. Que aquella raza infrahumana lo hiciese sangra era inadmisible. Así que dejó las fintas y las florituras que tanto le gustaban, dejó de lado el sadismo y optó por una esgrima mecanicista. En poco tiempo, dos trasgos yacían en el suelo desangrándose por sencillas y precisas cortadas, mientras que una estocada enviaba al líder trasgo de nuevo con sus ancestros.

 La pelea resultó difícil, pero no imposible. Al final, los trasgos cayeron y él pudo sobreponerse. Vivió un día más, pero no pudo evitar que todas esas mierdillas abandonasen su ciudad.

Aquel día inició una revuelta que se esparciría por todas las ciudades. Los trasgos, los kolbolds y otros monstruos se alzaron, para luego desvanecerse en los montes. Los pocos que no lo hicieron, fueron reprimidos y se les recordó su lugar. Cada quien en su sitio, y todos felices, decían los reformadores.

Al poco tiempo, se escuchó el rumor de una ciudad donde trasgos, kolbolds y quien quisiera verse libres de atadura, podía ir y hallar refugio. Y temerosos de que las revueltas se repitieran, los grandes de Godara se aliaron de nuevo para poner coto a aquella amenaza.  

***

 Los ejércitos se encontraban uno frente al otro, de nuevo Harlbald centraba su mirada en la tierra de nadie mientras repasaba una y otra vez la estrategia a seguir. Contó con premura hasta diez para alejar la ansiedad, la idea de combatir no le agradaba, mas cuando recordaba todo lo que había sacrificado su pueblo para levantar a Kavona de las ruinas que era a la gran ciudad en la que se había convertido. Todas esas noches de privaciones, frío, hambre, enfermedades, el tener que cambiar de actitud y forma de pensar —Y ¡Vaya que le costó a su pueblo dejar de pensar como subalternos para pensar como hombres libres!— Serian aplastadas en un solo movimiento, donde eran superados cerca de seis a uno. Si eran derrotados lo perderían todo. “son los riesgos y sacrificios de ser libre” se dijo “¿Quién te dijo que ser libre sería sencillo?” se preguntó una y otra vez.

—Los hombres están en formación —Nergore volvía a sacarlo de sus elucubraciones. Harlbald repasó la formación: infantería pesada al frente, con sus grandes escudos, las alabardas, bardiches y picas prestas para derramar sangre. La infantería ligera detrás, listas para salir corriendo y dar cuenta del enemigo. Entre ellos arqueros y ballesteros. Caballería pesada en los flancos y la ligera detrás, y en medio el As bajo la manga.

—Que estén atentos a mis órdenes. Esperaremos a que la liga haga el primer movimiento—. Ordenó consciente de que aquello le generaría más ansiedad a él que a la tropa.

Los cuernos sonaron y los estandartes de la Liga ondearon, sus hombres comenzaron a aullar enardecidos, los trasgos y kobolds replicaron. En pocos segundos, como si se tratara de un patio de juego, los ejércitos se vieron envueltos en una guerra de gritos. Harlbald sonrió al pensar que después de eso escalaría hasta el choque.

Al cabo de unos minutos a Adonis le aburrió aquella actitud y decidió dar el primer paso. Los arcos humanos tañeron y el sol se vio oculto por un velo de flechas. Los trasgos, como si lo hubiesen practicado durante toda su vida, alzaron sus escudos a tiempo, a la par que el ínterin algunos arqueros y ballesteros replicaban. Algunos resultaron heridos pero no tantos como esperaban los hombres.

—Mordieron el anzuelo —soltó Harlbald—, preparad al dragón y a las ranas.

Adonis observó con satisfacción como las flechas volaban por los cielos y cumplían su cometido, sembrando la muerte y el caos entre aquellos ladinos. “ya sabrán lo que es bueno” masculló por lo bajo, mientras ordenaba otra andanada, a la vez que ponía en aviso a la caballería. Si el frente trasgo se rompía la aplastaría de una vez, no perdería tiempo con los infantes. Aquella tontería debía ser  aplastada de una buena vez, se dijo más de una vez con una sonrisa de suficiencia en los labios, mientras se deleitaba en el coro de gritos de dolor entre las filas enemigas.

—Son unos cobardes, no entiendo el porqué de tanta preocupación —comentó Ludovico de Weismarca—. Chillan como los cerditos que son.

—La precaución nunca está de más, Ludovico —comentó Arabena adelantándose a los pensamientos de Adonis.

—Concuerdo, hermosa Arabena. Se rompió el frente —La carcajada de Adonis resonó— Te has ablandado Harlbald, seguro ser el líder no te dejó tiempo para tener tus tropas prestas. Preparaos para cargar. Giacomo hoy será tu día.

—No apostaría por ello, esa brecha no se ve lo suficientemente ancha y arbitraria, todo lo contrario —Thoros de Avancia no terminó de decir aquellas palabras pues un ensordecedor trueno acalló su voz.

Los barones alzaron la vista alzaron la vista y se percataron que el cielo estaba despejado. Cuando volvieron a centrar su atención el frente, el infierno se había desatado entre sus filas.

***

Todo resultó como lo habían planeado, las filas se separaron fingiendo  que el frente se abría quebrando, cuando en realidad hacían espacio para su nueva arma: el cañón, aunque a Grumbash le gustaba llamarlo la balista dragón.

Aquella arma, gracias al polvo de fuego, era capaz de escupir una esfera de metal o roca a gran velocidad. Tanta que cuando impactaba contra algo, sin importar su densidad lo destruía. Ya la habían probado contra unas murallas, arboles y algunas construcciones improvisadas, con resultados que le quitaron el sueño durante días. Algo le decía a Harlbald que se lo quitaría por muchos más.

Las primeras cuatro balas volaron a gran velocidad, en medio de una nube de humo, hasta que dieron con los primeros hombres el frente.  Tierras, piernas, metal retorcido y caliente, amén de la sangre, mucha sangre y vísceras volaron en todas direcciones, mientras que la bala rebotaba en el suelo para desplazarse unos cuantos metros más, cortando a la mitad todo lo que se interponía en su camino.

Los hombres, incapaces de comprender lo que ocurría soltaron sus armas y salieron corriendo en diferentes direcciones. Los caballos se desbocaron arrojando a sus jinetes. Tanto fue el impacto en la mente de los hombres, que soldados curtidos y bisoños por igual aullaban como críos, y Grumbash, diría después, que se meaban y cagaban de la misma forma. “tanto se cagaron mí señor que yo era capaz de oler la mierda al otro lado del campo de batalla”  Mientras, los artilleros kobolds preparaban su segunda ronda.

—Usad los morteros —ordenó Harlbald, con una sonrisa de suficiencia en los labios. Ya se sentía en un reino que le era conocido. Uno que a pesar de la revolución sufrida, también se atenía a regularidades y certidumbre.

— ¿Las ranas, mi señor? —.Inquirió cándidamente Grumbash

—Que les hayas dado esa forma Grum, no significa que el comandante la llame por ese nombre.

—Me niego a ello —Harlbald se giró hacia su subordinado y le sonrió.

—De acuerdo —.El malhumor comenzó a supurar por los poros del segundo.

Las ranas croaron con menos fuerzas que la balista dragón, cosa que le agradaba más al trasgo y su montura. También tenían otra cualidad atractiva: disparaba las esferas en forma de parábolas, lo que les otorgaba un mayor alcance. Curiosamente, en vez de bala disparaban una suerte de recipiente que estalló en los cielos rociando a su adversario con una lluvia de esquirlas filosas y ardientes.

—Te lo advertí, Magno. Te lo advertí.

***

Adonis observó como aquellas armas desataban el caos entre los suyos, y sintió miedo. En un santiamén habían reducido la brecha entre ambos, ya no podía decir que sus fuerzas contaban con la superioridad numérica, tampoco con la moral más elevada. Aquellas armas vomitaban truenos, fuego y acero, además de trozos ardientes de metal que herían más que las flechas. Sus hombres corrían de un lado a otro. Muchos lloraban como críos, algunos tratando de volver a pegarse miembros rotos. Mientras, los grandes de Godara palidecían y Giacomo de Forzi yacía en el suelo muerto, pisoteado por su enloquecido corcel, que no soportaba el hedor a sangre. A él, por su parte, le costó un poco lograr que su montura se calmara, pero gracias a la ayuda de un paje fue capaz de amainar a la bestia. Sus pares, tuvieron igual suerte, pero sus semblantes estaban más pálidos

—No, no dejare que me ganes. No, no de nuevo —gritó con fuerza, enardecido con la esperanza de que su balandronada renovase los bríos entre los nobles. Su alarido fue replicado por Arabena ¡Que redaños tenía esa mujer!—A la Carga, malditos, Cargadaulló mientras iniciaba su carga de caballería… Adonis Magno, moriría con las botas puestas y se llevaría a los trasgos con él.

****

— ¡Ese demente está cargando, mi señor! —.El temor era perceptible en la voz de Grumbash.

—Fuego a discreción —fue la respuesta de Harlbald.

Los cañones vomitaron  de nuevo fuego y metal, deteniendo en seco la carga de la caballería humana. Los corceles no soportaban el ruido y el desastre subsiguiente, sin tomar en cuenta el olor a sangre que todo lo impregnaba.

—Que la infantería cargue, y los ballesteros le den cobertura —la orden fue acatada sin rechistar—. Luego que la caballería pesada limpie el campo de batalla. La ligera viene conmigo, es hora de la caza mayor: ¡Cazaremos nobles godarianos!

***

Sus suposiciones habían sido acertadas, la mayoría de los nobles aprovecharon el caos generado por la segunda ronda de balas, para emprender su huida. Dejaron el campo de batalla separados, pero por cosas del destino se fueron congregando en su carrera, cuestión que le permitió a la caballería trasga darle alcance. Otro elemento que facilitaría el choque de fuerza, fue que la mayoría de nobles, y sus corceles, llevaban armaduras completas, mientras que los hombres de Harlbald iban medianamente protegidos.

Apenas le bastaron unos gestos para indicarles a sus soldados que debían derribar a la mayoría de los nobles, pero no matarlos, a menos que no hubiese otro remedio. Sus guerreros resultaron ser muy ingeniosos, en algunos casos se valieron de su ligereza para cortar las cinchas de los caballos adversarios y con ellos lograr que los nobles fuesen desmontados. Otras veces se valieron de lazos y un poco de física para obligarlos a morder el polvo. En el mejor de los casos fue suficiente con cortarles el paso a las bestias.

En lo que respecta a Adonis, fue imperativo rodearlo y obligarlo a dar vueltas, hasta que encarara a su antiguo Capitán  General.

—El destino nos ha llevado hasta este punto —Levantó su visera y bajó su lanza, listo para justar. En su voz había cierto quiebre, pero sus ojos brillaban febriles ante la posibilidad de, al menos, dejar a la nación trasga sin su líder— Supongo que recuerdas las reglas de una contienda justa.

—No he venido a conversar, Barón. He venido a matar.

—Es lo único que sabéis hacer vosotros. Es lo único para lo que servís —Lanzó una mirada alrededor— la batalla de  hoy lo confirma, solo sabéis traer muerte, y fingir que tenéis honor. Os profetizaré una cosa hoy…

— ¿Sois brujo mi señor? —Soltó Grumbash siempre insolente— tened cuidado mí Barón, el humano puede encantaros, seguro se valdrá de esos ojitos azules y unos besitos para engatusarlo. Piensa que ofreciéndote el culo te rendirás—. Los trasgos prorrumpieron en risas, pero Harlbald se mantuvo impasible.

—Habéis demostrado lo fuerte que sois. Pero ser el más poderoso tiene consecuencias, y una de ellas es vivir siempre mirando sobre el hombro, temiendo el momento que el más débil aproveche una distracción vuestra y os clave un puñal entre las costillas. El más fuerte siempre temerá que los débiles se coludan para ir a por él. Tu brujería intraterrena te dio la ventaja hoy, pero mañana vendrá otro como yo, uno tan digno y acabara contigo. Volverá al frente de todos los hombres y barrerán a tu pueblo de mierdillas.

— ¡Que vengan! Los estaremos esperando —Harlbald bajo su visera y lanza, picó espuelas y  salió a galope tendido. Adonis pudo reaccionar a tiempo y avanzó a gran velocidad.

Lanzas y escudo se encontraron. El beso que se dieron resonó por todo el campo, más atronador que las balistas dragón de Grumbash. Acto seguido seria acallado por los vítores trasgos al ver como la lanza de Harlbald desmontaba al noble arrojándolo a suelo. Adonis reboto por este, y la armadura sonó como si se hubiese fracturado. “debiste de haber optado por una armadura menos rimbombante y mejor hecha, seguro habrías sobrevivido” pensó Nergore mientras observaba al Barón retorcerse en el suelo.

—Hemos probado el Sabor de la Libertad, resultó tan dulce como amargo; pero no estamos dispuesto a dejarlo —Le dijo Harlbald desde lo alto de su montura— mis hombres lucharan por ella hasta el cansancio. Yo lucharé por ella hasta el final de mis días, y de ser necesario volveré una y otra vez de la tumba para garantizar que los hijos de mis nietos sean libres.

—Os maldigo

—Ahógate en tu sangre, mierdecilla —agregó el Gran Barón de los trasgos mientras alanceaba a Adonis, sacándolo de su agonía—. Volvamos, queda mucho por hacer.

***

Lo recibieron dos figuras, un trasgo vestido con un delantal y guantes de cuero bañado en sangre. Todo aquello le daba un aspecto similar a un carnicero, a pesar de ser el ministro de higienes y hospitales de Kavona. A su lado, estaba un pequeño kobold, un lagartijo antropomórfico de voz susurrante, cargando una tableta llena de papeles.

— ¡Mi señor!— soltaron al unísono.

—Primero vos, Atumbal. Bajas, heridos y prisioneros.

—Entre los nuestros fueron muy pocos, y ya están siendo atendidos. Mientras que el número de los hombres si ha sido alto. Ya me he hartado de aplicar la misericordia— Grumbash y Nergore lanzaron un sonoro silbido y luego se chuparon los dientes, emitiendo la onomatopeya que indicaba dolor —aquellos que estaban lejos de la misericordia, están en los hospitales descansando.

—Cuando se mejoren los deportaremos.

— ¡Señor! —El segundo al mando, siempre jocoso, se preparaba para replicar escandalizado. Harlbald comprendía el deseo de revancha, pero no deseaba caer en esa espiral. Desde hace mucho, decidió ser mejor que los barones humanos.

—No esclavizaremos a nadie, Grumbash. Continúe, ministro.

—Los que están en buena salud se encuentran cavando las tumbas de sus compatriotas.

—Siento interrumpir, allí pregunto yo, con todo respeto, su Excelencia ¿Qué haremos con los prisioneros?

—Confiscaron sus armas y armaduras

—Sí, tal como lo indico, y el oro también.

—Después que terminen de cavar las tumbas, ponedlos a acarrear aguas y a llenar pellejos. Luego que coman bien y descansen. Que nadie abuse de ellos, mañana serán deportados.

— ¿Y los de alta cuna?

—Deja que se bañen de pueblo, pero evita que sus soldados los maten. A ellos no los deporten mañana, deseo hablar con ellos antes del alba.

— ¿Mí Señor pedirá rescate por ellos?

—No, Nergore… hablare con ellos, los disuadiré. Y, al que no pueda convencer, le infundiré el temor de los dioses en los huesos.

— ¿Ser amado o ser temido? Ya veo que escogió, nuestro Gran Capitán.

—Es la mejor estrategia, Grum.

—Deseo que los hombres le cuenten a sus congéneres de nuestro poder, pero también de nuestra magnificencia. Espero atenuar el odio en sus corazones; luego los deportare. Pero se irán sin sus armas y ancestrales armaduras, por esas si pediré rescate.

— ¡Lo sospeché! —replicó pedante Grum, mientras ignoraba la mirada asesina de Nergore.

—De alguna forma hay que llenar las arcas, su excelencia —El kobold apuntó algunas cosas en sus papeles—. Acto seguido ambas figuras se fueron de allí a gran velocidad.

— ¿Qué harás con el cuerpo de Adonis?— inquirió Nergore

—Lo devolveré, se lo daré a ellos —Harlbald señalo a una columna de caballeros salidos de la nada—. Grum, vos que lo sabéis todo, ¿los reconoces?

—El León negro de Bregobid, El Tridente de Nicoria, y el Albo Corcel de Ginned. No estuvieron en la batalla.

—Esas ciudades se caracterizan por ser las más débiles, en términos bélicos—. Apuntó Nergore.

—Todo lo contrario, par de tontorrones, son las más poderosas. Porque descubrieron una cosa… El sabor de la libertad, trae consigo la dulzura del comercio. Vamos, hablemos con nuestros amigos, veamos como intentan cambiarnos perlas por trozos de vidrio.

Harlbald picó las espuelas y se adelantó a sus hombres. Para él todo había terminado, el peso de la culpa, el dolor que lo agobiaba al sentir que traicionó a quien fuese, antaño, su héroe, dio paso libre a un universo de retos y nuevas dificultades. Problemas que le quitarían el sueño, pero que el disfrutaría, porque tendría la certeza que son resultados de las decisiones que tomo.

—La libertad tiene su precio —masculló por lo bajo— pero bien vale ese importe, por ser capaz de probar el Sabor de la Libertad todos los días.

FIN

 

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La Soldada

Un comentario el “El sabor de la libertad

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Esta entrada fue publicada el 25 septiembre, 2017 por en Literatura, Política.
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